El pasado año 2011 fué el 50 aniversario de
"Desayuno con diamantes". Una efeméride que hizo correr ríos de
tinta y generó todo tipo de celebraciones, incluidas
multitudinarias quedadas frente a la joyería Tiffany's de la Quinta
Avenida neoyorquina para desayunar admirando su escaparate, como hacía
esa pizpireta Holly Golightly a la que daba vida con su habitual
magnetismo Audrey Hepburn.
Para empezar, debo decir que nunca ha
entendido el aura mítica que rodea esta película. Me parece una
agradable comedia romántica, bien interpretada y correctamente dirigida.
Nada menos, pero tampoco nada más. Ni Blake Edwards inventó con ella la
pólvora ni siquiera es la mejor película de su filmografía: cualquier
comparación con "Días de vino y rosas", "El guateque" o, incluso, "La
pantera rosa" es más que desazonadora para "Desayuno con diamantes".
Es
verdad que Hepburn rezuma encanto, aunque su personaje queda muy
diluido respecto al que dibujó en el relato original Truman Capote, una
prostituta con muy pocos escrúpulos y muchas ambiciones que en la
pantalla se reconvierte en una ingenua soñadora algo casquivana. Es
verdad que Mickey Rooney está genial como el cascarrabias vecino japonés
de los protagonistas. Es verdad que George Peppard tenía muy buena
planta. Es verdad que la banda sonora de Henry Mancini es maravillosa e
inmortal. Y es verdad que el retrato de Nueva York es bastante
fidedigno. Pero también es verdad que al conjunto le falta ese nosequé
especial, ese queseyó mágico, ese intangible que diferencia una buena
película (que hay muchas) de una obra maestra (que hay muchas menos).
Y,
ya que he hablado de Truman Capote, me gustaría aprovechar para
recordar la que es, para mí, la mejor adaptación al cine de uno de sus
textos: “A sangre fría”, realizada en 1967 por ese gran director, nunca
suficientemente valorado, que era Richard Brooks. Una película tremenda,
en cualquier sentido, cuyo visionado debería ser obligatorio para todos
los que apoyan la pena de muerte, sea en el país que sea.
En
un blanco y negro casi expresionista, Brooks , sin empatizar con los
dos asesinos condenados a muerte ni justificarles (la cruda y minuciosa
reconstrucción de sus “hazañas” consigue que el espectador les
aborrezca, merecidamente), se posiciona en contra de esa venganza legal
que es la pena de muerte, presentando el proceso y la ejecución como
unos actos tan salvajes y brutales como los propios asesinatos. De
hecho, peores, pues se llevan a cabo con la máxima frialdad y bajo el
amparo del presunto bienestar de la sociedad.
Quizá “A sangre
fría” no transmite tanta alegría de vivir como “Desayuno con diamantes”
ni es “tan bonita”, pero sí contiene ese algo que la convierte en una
obra maestra...
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