sábado, 24 de marzo de 2012

Hepburn-Willoughby, amor platónico tras el objetivo

Audrey Hepburn fue una de las musas del cine de Hollywood. Pero no fue siempre conocida. Recién llegada a la meca del cine, Hepburn era una aspirante más. No obstante, en 1953 un fotógrafo de celebrities y actrices, Bob Willoughby, se dio cuenta de que Audrey Hepburn no era cualquier actriz del montón.

El fotógrafo cayó rendido a sus pies y, desde entonces, se convirtió en su amigo y, ella, en su amor platónico. Para Willoughby, Hepburn era su modelo preferida, a la que siempre quería retratar.

Además de instantáneas para temas profesionales, Willoughby se convirtió en testigo de la vida de Audrey Hepburn, fotografiando incluso momentos privados de su día a día.

La historia de amor platónico que reflejan esas fotografías está disponible ahora en un libro que la editorial Taschen lanza por 50 euros, tras la edición coleccionista de tan sólo mil ejemplares que, con un precio de 750 euros, ya se publicó con anterioridad.

Un mito no tan mítico

El pasado año 2011 fué el 50 aniversario de "Desayuno con diamantes". Una efeméride que hizo correr ríos de tinta y generó todo tipo de celebraciones, incluidas multitudinarias quedadas frente a la joyería Tiffany's de la Quinta Avenida neoyorquina para desayunar admirando su escaparate, como hacía esa pizpireta Holly Golightly a la que daba vida con su habitual magnetismo Audrey Hepburn.
Para empezar, debo decir que nunca ha entendido el aura mítica que rodea esta película. Me parece una agradable comedia romántica, bien interpretada y correctamente dirigida. Nada menos, pero tampoco nada más. Ni Blake Edwards inventó con ella la pólvora ni siquiera es la mejor película de su filmografía: cualquier comparación con "Días de vino y rosas", "El guateque" o, incluso, "La pantera rosa" es más que desazonadora para "Desayuno con diamantes".
Es verdad que Hepburn rezuma encanto, aunque su personaje queda muy diluido respecto al que dibujó en el relato original Truman Capote, una prostituta con muy pocos escrúpulos y muchas ambiciones que en la pantalla se reconvierte en una ingenua soñadora algo casquivana. Es verdad que Mickey Rooney está genial como el cascarrabias vecino japonés de los protagonistas. Es verdad que George Peppard tenía muy buena planta. Es verdad que la banda sonora de Henry Mancini es maravillosa e inmortal. Y es verdad que el retrato de Nueva York es bastante fidedigno. Pero también es verdad que al conjunto le falta ese nosequé especial, ese queseyó mágico, ese intangible que diferencia una buena película (que hay muchas) de una obra maestra (que hay muchas menos).
Y, ya que he hablado de Truman Capote, me gustaría aprovechar para recordar la que es, para mí, la mejor adaptación al cine de uno de sus textos: “A sangre fría”, realizada en 1967 por ese gran director, nunca suficientemente valorado, que era Richard Brooks. Una película tremenda, en cualquier sentido, cuyo visionado debería ser obligatorio para todos los que apoyan la pena de muerte, sea en el país que sea.

En un blanco y negro casi expresionista, Brooks , sin empatizar con los dos asesinos condenados a muerte ni justificarles (la cruda y minuciosa reconstrucción de sus “hazañas” consigue que el espectador les aborrezca, merecidamente), se posiciona en contra de esa venganza legal que es la pena de muerte, presentando el proceso y la ejecución como unos actos tan salvajes y brutales como los propios asesinatos. De hecho, peores, pues se llevan a cabo con la máxima frialdad y bajo el amparo del presunto bienestar de la sociedad.
Quizá “A sangre fría” no transmite tanta alegría de vivir como “Desayuno con diamantes” ni es “tan bonita”, pero sí contiene ese algo que la convierte en una obra maestra...